17 ABR 2019

Homilía Jueves Santo

Hoy recordamos y vivimos aquel primer Jueves Santo de la historia en el que Jesucristo se reúne con sus discípulos para celebrar por última vez la cena Pascua. En ese día quedó inaugurada la «verdadera» Pascua, la Pascua de la Nueva Alianza.

Tres gracias, tres misterios, tres maravillosos dones que han sostenido y siguen sosteniendo la Iglesia y que nos fueron dados por Jesucristo en la Última Cena: el sacramento de la Eucaristía, el sacramento del Orden Sacerdotal y el mandamiento del amor fraterno. 

En esta Última Cena Jesús instituye el sacramento de la Eucaristía y el sacramento del Orden Sacerdotal; ambos tan íntimamente unidos que el uno no sería posible sin el otro, gracias al sacerdocio se perpetúa la Eucaristía. Ésta es y será hasta el último día de la historia la presencia personal y sustancial de Jesucristo.

Ninguna persona verdaderamente enamorada se resigna a una partida y busca siempre la manera de que su presencia continúe de alguna forma con la persona amada; quizás fotos, cartas u otros recuerdos. Jesús amaba a los suyos y quería quedarse con ellos. Pero Él podía hacerlo de forma real, de verdad, no con fotos, cartas o recuerdos; Jesús podía quedarse Él mismo aún yéndose. Así toma el pan y dice «esto es mi cuerpo»; «esto que veis es mi cuerpo». Esta tajante afirmación adquiere un sentido más fuerte si lo dijésemos en arameo, la lengua de Jesús en la que no se usaba el verbo. La traducción literal del arameo es «ESTO MI CUERPO». Queda claro por lo tanto que la Eucaristía no es una representación de Cristo, como piensan los protestantes, sino Cristo mismo. 

Los discípulos no entendieron en ese momento el por qué de aquello pero sabían perfectamente que Jesús era capaz de hacer «posible» lo que ellos ni siquiera podrían soñar. Le habían visto devolver la vista a un ciego, curar a un paralítico, caminar sobre las aguas… y si ahora Él decía «esto es mi cuerpo» y «esta es mi sangre» es que de verdad era su cuerpo y era su sangre. No entienden plenamente pero descubren que Jesús está hablando muy en serio. 

Quizás nosotros tampoco comprendemos la Eucaristía en toda su hondura pero sabemos que es verdad. No entendemos del todo pero somos conscientes de que Dios lo puede hacer. Más que en el «cómo» nuestro corazón debe centrarse en el «qué» o, mejor dicho, en el «Quién». 

Ojalá nunca olvidemos que Jesús es el pan de vida que necesitamos. Necesitamos comulgar. Comulgad siempre que podáis. No tengáis miedo a comulgar. Es imposible mantener la fe si no comulgamos, si no participamos en la Eucaristía y recibimos este sacramento, si no dejamos que Jesús entre en nosotros y nos configure con Él. Vivamos la Misa cada domingo, en comunidad, unidos y recibamos al Señor con el corazón preparado. Será siempre nuestra fuerza.

 

Además en este día el Señor instituye el sacramento del orden sacerdotal, necesario para la Eucaristía. San Lucas y San Pablo señalan que Jesús les dijo a sus discípulos: «haced esto en conmemoración mía». Y esta orden era la ordenación. Jesús había estado tres años preparando a aquellos doce, teniéndolos con Él, enseñándoles con sus palabras y sus obras para ahora hacer de cada uno de ellos su «otro yo», un otro Cristo.  Con ese «haced esto en conmemoración mía» los apóstoles pasan a ser sus «prolongadores», sus sucesores. Y gracias a ellos la Iglesia continuó, continua y continuará hasta el final de los tiempos. Donde hay un sacerdote hay posibilidad de hacer presente y real a Jesucristo. Aún temblando y con nuestras manos sucias de hombres pecadores, tenemos el poder de transformar un trozo de pan y un poco de vino en Jesús vivo.

El santo Juan de Ávila escribió: «El sacerdote trae a Dios cada día y cuantas veces quisiere haciendo lo que debe para bien consagrar... y, estando en trono de tanta majestad, se viene a encerrar en la pequeñez de la hostia y a las manos del sacerdote». «El poder del sacerdote», dice san Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia Universal, «es superior al del más alto serafín del cielo ya que ningún ángel tienen el poder para consagrar a Dios como el pobre sacerdote lo tiene. En algunas cosas la Virgen excede a los sacerdotes, en otras se igualan y en otras ellos exceden a ella…». 

Cada sacerdote es un hombre con limitaciones, pecados, defectos, manías, pero un  hombre elegido de Dios para que Él permanezca entre nosotros. Es una gracia inmensa ser sacerdote. Y es una obligación cristiana querer, valorar, respetar y rezar por aquellos que son sacerdotes. Cuidadles. Rezad por ellos, rezad por nosotros. Necesitamos vuestro sustento. ¡Estos hombres pecadores os necesitan! Y no os olvidéis de pedir a Dios por el aumento de las vocaciones sacerdotales en nuestra diócesis; pedid por nuestro ¡vuestro! Seminario; pedid por nuestro rector y los formadores. Pedid, por favor. El Señor bendice de forma especial a aquellas personas que reconocen y  cuidan a los sacerdotes. Y la Virgen María se alegra mucho cuando alguien reza por «los niños» de sus ojos: los seminaristas. Por favor, nunca os acostéis sin rezar por los sacerdotes, el Seminario y sus seminaristas. ¡Padres y madres: si promovéis, permitís y animáis para que un hijo vuestro sea sacerdote, el Señor derramará sus gracias sobre vuestra familia y habréis contribuido, como la Virgen María, a la salvación de las almas de una forma inmensa!

Y la Eucaristía y el Orden Sacerdotal se hacen verdad en el mandamiento del amor. Un mandamiento que nace en el Corazón enamorado de Jesús, amante de la humanidad y de todo lo creado por el Padre. 

Para Jesús eres preciosa, eres precioso; para nuestro Dios sois preciosos, sois preciosas. ¡Un Dios que ama y nos pide que nos amemos los unos a los otros! Que nos deseemos el bien, la santidad, la salvación. Amemos, amemos siempre. Amemos hasta el agotamiento. Que nuestras comunidades sean hogar de amor en el que el Maestro encuentre siempre el consuelo de ver a los suyos amándose.

En este Jueves Santo, demos gracias a Dios por la Eucaristía y el Orden Sacerdotal y pidamos que seamos cristianos de corazón, cristianos de amor.

Es ya de noche en Jerusalén. Continúa esta locura. «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?»

 

- Marcos Torres, párroco